"Otro gran maestro de un
juez" es el título del presente artículo escrito por el magistrado Juez de
la Suprema Corte de Justicia: Edgar Hernández Mejía.
Al magistrado Argenis García del
Rosario, el juez de Paz recién egresado de Escuela Nacional de la Judicatura
que alcanzó el más alto índice académico.
El
juez Plutarco del Río terminó de estudiar los elementos y circunstancias del
caso sometido a su consideración y de inmediato advirtió, por las pruebas que
le presentó la Fiscalía, que el imputado fue apresado en flagrancia en el
interior de una casa habitada, donde violó sexualmente a una niña; también,
robó el televisor que se encontraba en la sala de allí y agredió con un arma
blanca que portaba a los padres de la referida menor. Todo lo cual realizó con
la ayuda de dos individuos que lograron emprender la huida, en horas de la
madrugada del tercer día de la Semana Santa del año 2010. En este caso fueron
ejecutadas correctamente, con apego a las normas establecidas en el Código
Procesal Penal, todas las actuaciones del Fiscal, así como las acciones de las
víctimas de los mencionados aborrecibles hechos delictivos, quienes se
constituyeron en actores civiles. No obstante, el juez fijó como medidas de
coerción, aplicables durante el tiempo de duración de la fase preparatoria del
proceso, una simple garantía económica o fianza mediante una compañía
aseguradora de cincuenta mil pesos, presentación periódica del imputado a la
ofi cina del Ministerio Público e impedimento de salida del país. Esta
decisión, según dijo el juez Del Río, se fundamentó en el hecho de que el
imputado demostró tener domicilio conocido, poseer cédula de identidad y
trabajar como mensajero o “deliveri” en un colmado del sector donde ocurrió el
escandaloso suceso, lo cual le sirvió de base al citado magistrado para
considerar “soberanamente” que el infractor tiene arraigo, y por tanto no
existe peligro de fuga. Luego de transcurrir tres días, al reflexionar
seriamente en torno al mencionado proceso, el magistrado Del Río imaginó que el
imputado dejado en libertad mediante su insustancial resolución, había violado
a su anciana madre, quien con desesperación lo llamaba al Palacio de Justicia,
sin que lograra comunicarse con él, por haber el violador cortado con un
cuchillo los alambres del teléfono del hogar de la progenitora del juez de
referencia. Al finalizar su detenida reflexión, Plutarco reaccionó sobresaltado
y acudió a donde su primo Orlando, a fines de comentar su negro pensamiento.
Comenzó su exposición diciendo con voz pausada y entrecortada que él no se
explicaba la razón por la cual su conciencia le reprochaba su proceder, ya que
el artículo 226 del Código Procesal Penal le confiere poder legítimo para
aplicar cualquiera de las siete medidas de coerción que ese texto contempla, no
sólo la prisión preventiva. Entonces, su primo Orlando le expresó con énfasis
que recordara que los médicos aprenden, durante su etapa universitaria, a
detectar las diferentes enfermedades que padecen las personas, y en base al
diagnóstico establecido, les enseñan en las aulas a recetar diversos fármacos o
remedios para sanar o controlar la enfermedad de que se trate. También expresó
el primo del juez que tuviera siempre presente que el hecho de que el médico
esté facultado para recetar una amplia gama de medicamentos, no significa de
ninguna manera que éste posea licencia para matar, y que por tanto, pueda,
irreflexivamente, recetar una medicina que sirva para la presión arterial alta
a una persona que llegue a su consultorio por padecer asma, o que pueda sin el
menor cuidado recetar un antibiótico a alguien que le duela la cabeza, o que
esté autorizado a sugerir usar un remedio especial para los hongos en la piel a
un paciente que sienta un fuerte ardor al orinar. – ¿Comprendes?– preguntó el
primo del juez, para luego concluir diciendo: –Así como el médico incurre en
mala práctica profesional cuando receta un fármaco inadecuado, del mismo modo
el juez comete falta cuando es torpe al aplicar las medidas de coerción. No se
trata de tener facultad para recetar medicinas o para imponer las medidas de
coerción, sino de ejercer esa función de manera sopesada, adecuada, racional y
cautelosa –concluyó el consejero. El juez al salir del referido encuentro con
su primo, no se atrevió a penetrar a la estación del metro “Mamá Tingó” por
temor a ser irrespetado por el público que exacerbado gritaba a pleno pulmón
vituperios contra la decisión judicial en cuestión y contra su autor; acusando
a éste de únicamente ser dizque garantista con los infractores, pero no con la
sociedad en general ni con las víctimas en particular. Entonces, decidió optar
por transportarse en una guagua de la OMSA; sucediendo que durante todo el
trayecto el nervioso magistrado fue imaginando obsesivamente que el público le
reclamaría con energía. Al parecer estaba fuertemente impresionado con el
inminente rechazo popular que suponía iba a recibir. Pero lo que más le
preocupó y perturbó su paz interior fue el contenido de una noticia que
publicaron en primera plana varios periódicos matutinos sobre el hecho de que
el peligroso criminal dejado en libertad por él dio muerte a una anciana cuando
ésta dormía en su hogar, a pocas horas de haberse ejecutado su resolución de
fijación de medidas de coerción...Fue cuando el magistrado Plutarco se preguntó
a sí mismo: ¿Lloro...? ¿Pido disculpas a la sociedad por mi torpeza? ¿Explico a
la gente que honradamente creí decidir lo mejor, o renuncio al cargo? En ese
preciso instante el mencionado juez recordó, aunque tardíamente, el contenido
del artículo 71 del Código Modelo Iberoamericano de Ética Judicial, el cual
expresa textualmente: “Al adoptar una decisión, el juez debe analizar las
distintas alternativas que ofrece el Derecho y valorar las diferentes
consecuencias que traerán aparejadas cada una de ellas”.
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