jueves, 11 de febrero de 2010

AZORIN : ESPIRITU Y FERVOR


El día 21 de octubre de 1621 fue señalado para ejecutar a don Rodrigo Calderón. Se levantó don Rodrigo bien de mañana; él mismo pidió la ropa con que había de ser ejecutado: le trajeron una sotana larga de bayeta. Don Rodrigo la examinó y cortó el cuello de ella, diciendo que así había de ser para que el verdugo hiciera bien su obra. Cuando iba vistiéndose, quiso también que el cuello del jubón fuese postizo, para que tampoco el verdugo no se turbase y embarazase al quitárselo. Una vez vestido, don Rodrigo entró en el oratorio de la casa y oyó devotamente varias misas.

Se acercaba el momento. La hora de la ejecución era a las once; a las diez y tres cuartos avisaron a don Rodrigo. "Señor -le dijo su confesor-, ya dicen que nos llama Dios y que es hora de irle a buscar." Don Rodrigo se prosternó en tierra y contestó: "Padre mío, pues Dios nos llama, vamos apriesa". Pidió luego un poco de agua y un sorbo de caldo, y comenzó a bajar los escalones serenamente, sin turbación ninguna. En el zaguán de la casa le esperaba el alcalde de Corte don Pedro Mansilla, grande y antiguo amigo suyo. Los dos hablaron brevemente; don Rodrigo le recomendó influyese para el pronto despacho de unos asuntos de su mujer e hijos; prometiólo el alcalde; dióle las gracias afablemente don Rodrigo, ambos se despidieron. Entonces comenzaron a plañir y dar gritos los amigos y antiguos criados de don Rodrigo; él saludó a todos; les estrechaba la mano efusivamente; les decía: "Señores, ahora no es tiempo de llorar, pues vamos a ver a Dios y a ejecutar su santísima voluntad". Estaba en la puerta de la calle la mula en que el reo había de montar; era una mula de las caballerizas de don Rodrigo. Don Rodrigo subió a ella y se compuso cuidadosamente la ropa. Llegó el verdugo a atarle las piernas y don Rodrigo le dijo:"No me ates, amigo. ¿Piensas que me he de ir?" Tomó el verdugo la rienda de la mula, y la comitiva se puso en marcha. Iban ministros de Corte, guardas, frailes y las cofradías con sus cristos. Don Rodrigo marchaba dignamente. Llevaba una larga y negra capa, sobre la que destacaba encendidamente la roja cruz de Santiago. El cabello largo, desparramado, le caía sobre los hombros; la barba, que no se la había afeitado tampoco en los treinta y dos meses de su prisión, era larga y ancha también. Había una inmensa muchedumbre en las calles, en los balcones, en los tejados. Al verle se produjo un formidable rumor; muchos lanzaban grandes gritos. "¡Dios te perdone!", decían unos. "¡Dios te dé buena muerte!", exclamaban otros. "¡Dios te dé valor!" proferían unos terceros. "Amén -contestaba don Rodrigo-; Dios os lo pague".

Desde la calle ancha de San Bernardo la comitiva fue a la plaza Mayor, donde estaba el cadalso, pasando por la plazuela de Santo Domingo, la de Santa Catalina, la calle de las Fuentes, plaza de Herradores, calle Mayor y calle de Boteros. Cuando don Rodrigo llegó al cadalso y lo vio sin luto, dijo: "Yo no he sido traidor. ¿Me quieren degollar por detrás? ¿Cómo está este cadalso sin luto?" Subió serenamente las escaleras, y cuando estuvo arriba dijo a su confesor: "Descansemos un poco". Se sentaron en el banquillo; habían acompañado al reo sobre el cadalso catorce religiosos, Don Rodrigo se levantó y comenzaron todos a hacer unas oraciones. El verdugo avisó que ya era hora; se acercó don Rodrigo y se sentó en el banquillo; una vez sentado, se compuso bien para no estar en una posición fea. "¿Estoy bien?", le preguntó al verdugo. Después le dio el beso de paz y le dijo que le quitara una banda que traía al cuello y que le vendara con ella los ojos. Hízolo el verdugo, y como al atarle el tafetán por la espalda creyera don Rodrigo que el verdugo iba a degollarle por detrás, preguntó: "¿Qué haces, amigo? Mira que no ha de ser por ahí". Cuando tuvo vendados los ojos exclamó: "Padres míos, no se me vayan, por Dios, de aquí". Respondieron los religiosos: "Aquí estamos, señor. Diga vuestra señoría Jesús". Dijo Jesús don Rodrigo, y al punto le echó la cuchilla el verdugo y lo degolló.

Así acabó su vida don Rodrigo Calderón, marqués de Siete Iglesias y conde de la Oliva. "Para todo le dio Dios espíritu y fervor", dice un testigo de los sucesos.

Tenga el político este espíritu y fervor que tuvo don Rodrigo, este sosiego, esta inalterabilidad maravillosa y profunda.