Para nadie es un secreto que en la sociedad de la información el sistema penal necesita encontrar culpables a quien endilgar los crímenes y delitos violentos, que producen un acentuado desasosiego en las mayorías ciudadanas, y, consecuentemente, impactan en la estabilidad social con proyecciones abstractas y simbólicas que son más determinantes en la percepción de inseguridad que los delitos concretos. Se explica así, por ejemplo, porque a ciudadanas y ciudadanos atemorizados no les preocupa la corrupción en la misma intensidad que microtráfico de drogas. La razón es obvia, pues la violencia social asociada con las drogas les impacta más concretamente en su vida cotidiana y, además, es explotada con mayor fervor en los medios de comunicación que el dispendio de los cuantiosos recursos que consume la corrupción cada año incrementando la vulnerabilidad estructural de los sectores subalternos de la sociedad.
Fruto de esa anterior realidad, consciente o inconcientemente asumida, el sistema penal opera de manera selectiva y los más propensos a caer en sus redes son los individuos de sectores vulnerables, los marginados y desherados sociales, estereotipados como los únicos delincuentes, el “chivo expiatorio” de una sociedad excluyente, fichas indefensas en un juego de mesa, son los que encarcelan automáticamente se les imputa un delito, porque la pobreza en sí misma se asume como un peligro de fuga. “Por tratarse de personas desvaloradas, es posible asociarles todas las cargas negativas que existen en la sociedad en forma de prejuicio, lo que termina fijando una imagen pública del delincuente, con componentes clasistas, racistas, etarios, de género y estéticos” (Zaffaroni). Cuando, por excepción, el sistema penal selecciona algún comerciante, político u otra persona que no encaja en ese marco, se le ofrece un trato diferencial, con innumerables privilegios como si fueran patriotas sacrificados, los medios de comunicación deslegitiman la persecución penal atribuyéndole un interés político malsano y los abogados se inventan teorías conspirativas para eximirles de responsabilidad.
Los delincuentes de siempre son además deshumanizados en los medios de comunicación mediante cruzadas de “tolerancia cero” y terminan reducidos a “nuda vida” en un sistema penal que no les garantiza efectivamente sus derechos fundamentales como seres humanos. Nada evita así que personas inocentes que encajen en el estereotipo de delincuente queden atrapadas en las redes del sistema penal y sean expuestos a expiar una culpa que apacigüe los temores de las mayorías asustadizas. A ello coadyuva la inversión de las finalidades del proceso penal que pretende imponerse en la actualidad sintetizada en. Es que, en efecto, esa propaganda de tolerancia cero avala “la idea de un procedimiento penal que no se lleva a cabo para castigar, en su caso, cuando estamos convencidos de que resulta justo y necesario, sino, antes bien, él resulta posterior al castigo y pretende llevarse a cabo para corroborar si, al castigar directa o inmediatamente, no nos hemos equivocado grandemente y darle una oportunidad al ya penado para redimirse” (Maier).
Al final esos delincuentes de siempre no tienen ni garantías sobre su vida, porque aunque la pena de muerte ha sido formalmente desterrada del ordenamiento jurídico dominicano, queda latente en una forma más perversa, descontrolada y arbitraria: los “intercambios de disparos”. Allí los agentes policiales, desdiciendo su función preventiva, terminan convertidos en jueces-verdugos dispuestos a cegar las vidas de los “delincuentes” con total impunidad. Nadie se sorprende ya cuando lee en los periódicos que algún fulano cayó abatido en un intercambio de disparos. Son los mismos delincuentes de siempre, pero ¿cuándo caerán en combate los otros delincuentes?
Félix M. Tena De Sosa.