Hay un lindero sutil que separa “La Revolución” de la rabieta, ya lo decía por ahí algún teórico marxista-psicoanalista de los años sesenta: en ese confundido umbral militan todavía miles de coterráneos y congéneres, instalados en la postergación permanente de una revancha interminable: los resentidos.
Los resentidos miran la vida desde su angosta comarca de perdedores irreductibles, guerrilleros de una batalla íntima que quiere restañar con sangre alguna insondable desgarradura. Ubican su rabia en cualquier lugar: se colocan encapuchados, frente a las universidades o garbosos ante a los micrófonos de una declaración televisiva; en las cátedras o en los condominios, armados de leyes, de plumas o de revólveres.
Los resentidos siguen la propela de un resquemor constante e inefectivo, su primera batalla es contra ellos mismos. Por eso no se dan tregua: accionan para masticar su resentimiento, o en la resistencia (y entonces tienen la belicosidad de un niño regañado que no se limpia los zapatos o no se cepilla los dientes) o en el desquite, ejecutando a mansalva una venganza por tanto tiempo contenida: contra los adversarios concretos o diluidos en la generalidad.
Buena parte de nuestra mecánica pública encuentra su explicación en la dinámica del resentimiento: del lado de la delincuencia - ajuste de cuentas con dimensiones sociales en el que embarca cada cual su ojeriza privada - o del lado de la corrupción, reino reivindicatorio de los resentidos que canalizaron su inquina a través del partido político. Eso explica la saña con que se desborda el combate en esta ciudad, agónica y capitaneada por la sed de los resentidos: la del resentido es una lucha a muerte contra su pasado, que no cede un centímetro en favor de su presente.
Un resentido es alguien que no ha perdonado los descuidos de su mamá, según la versión divulgativa - y sin embargo brillante - de Eric Berne. Por eso mira al resto de los humanos con ojos de odio, porque cree descubrir en ellos la estela de los cuidados que jamás le dieron. De aquí que el resentido se sienta con derecho a arrebatarlo todo: desde el empaque robado en el supermercado, hasta el dinero de los fondos públicos.
En realidad, nada sacia la sed de revancha del resentido, que sigue implorando por el beso materno. La otra cara del resentimiento es la envidia: siempre hay otro hombre u otro país que lo tiene todo, inmerecidamente.
Lo del resentido en un sentido de justicia que lo pone a sí mismo siempre en el platillo cargado de la balanza: por eso hay tanto justiciero y tanto político cultivado en el caldo espumoso del resentimiento. Los resentidos, en fin, encuentran una provechosa resonancia en el colectivo, en tanto motorizan un sentimiento de minusvalía que en alguna medida padecemos todos: de allí su encanto ductor en política y la identificación que concita su arbitrariedad cuando son poderosos. De allí la indestructibilidad de su rabia. De allí que, contra toda la sabiduría y toda la vejez con que nos premia y nos abofetea el tiempo, hay quienes prefieran permanecer irreductiblemente rebeldes y eternamente adolescentes, guarecidos en la omnipotencia justiciera del que se define como maltratado, y que prefiere seguir luchan la vida desde la agotadora palestra del resentido.
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