Cómo entender la relativización de la moral que llevó a los mismos 
legisladores que prohibieron el aborto en cualquier circunstancia (incluida 
violación, incesto o peligro para la vida de la madre), alegando la defensa de 
la vida, a pedirle al jefe de la Policía Nacional asesinar a todo presunto 
delincuente (“darle pa’abajo”), eso sí, sin cámaras de televisión ni periodistas 
presentes. Amnistía Internacional reportó, con datos de la Procuraduría, que en 2011 
“murieron a manos de la policía 289 personas”, frente a 260 en 2010. “Los datos 
indicaban que muchas de estas muertes podrían haber sido homicidios 
ilegítimos”. Hay que decir, para que no se olvide, que en la sesión de la comisión de 
Interior y Policía en que los legisladores dieron “licencia para matar” a la PN, 
se debían conocer, precisamente, denuncias de asesinatos y abusos 
policiales. Cuesta mucho ver que, incluso quienes condenan las escandalosas declaraciones 
de los legisladores intentan justificarlas con la preocupación ciudadana ante la 
inseguridad que se hace más palpable en zonas de clase media y alta. Basta pensar en el caso de Francina Hungría, que tanto ha conmocionado a esta 
sociedad. Nadie esconde que mucha gente comienza a sentir temor. Que las historias de horror se van acercando a casa. Lo que no podemos 
olvidar es que la violencia institucionalizada no resuelve el problema de la 
delincuencia. El desprecio por la vida de algunos (generalmente mujeres, pobres, 
inmigrantes, “raros”, en fin, las “minorías”) pone en evidencia el arduo trabajo 
en cuestión de derechos humanos que tenermos pendiente. La tragedia ocurrida este viernes en una escuelita de Connecticut obliga a 
reflexionar sobre el uso de las armas y la ligereza con que algunos seleccionan 
cuáles vidas deben salvarse y cuáles son prescindibles. Al permitir estas “flexibilidades” nos arriesgamos a que todos seamos 
desechables.

 
 
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